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DOLOR Y GLORIA CONVERTIDOS EN ARTE


Desde Taiwán, Italia y Cuba llegan tres autores excepcionales que han hecho de su biografía la carne y pulso de sus creaciones. Uno, tratando de aunar la cultura de dos países en tensión; otro, subiendo a las tablas a los marginados en montajes delirantes, y el tercero, transformando las inclemencias en belleza y movimiento.

Por Vadim Vidal

¿PUEDE UN SOLO ACTOR representar el choque cultural de su país? Wu Hsing-Kuo (Taiwán, 1953) lo hace en la versión de King Lear que presentará en Santiago a Mil 2020. ¿Cómo así? Durante los 90, en los teatros taiwaneses se privilegiaba la representación de relatos tradicionales de la isla: todo lo contrario a lo que hacía este intérprete junto a su compañía, Contemporary Legend Theatre, con quienes montaba obras clásicas del teatro occidental, como Macbeth, La Tempestad o Esperando a Godot, en el lenguaje del jingju, propio de la ópera china. Así, su arte poco a poco empezó a sentir la falta de apoyo de los espacios y del establishment de su país.

Entonces Wu Hsing-Kuo se vistió de Orson Wells made in Taiwán y se dedicó a preparar lo que llamó el “Lear Alone”: representar con la sola ayuda de vestuario, nueve músicos y su proverbial fuerza interpretativa, la tragedia más existencial de Shakespeare:

“Así como Lear fue maltratado por sus hijas, mi arte y yo fuimos malentendidos”.—Wu Hsing-Kuo

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“Conecté mis frustraciones como actor de jingju en Taiwán con la sensación de pérdida y agravio del Rey Lear. Así como Lear fue maltratado por sus hijas, mi arte y yo fuimos malentendidos”, dijo en una entrevista en 2010.

El trabajo tuvo cada uno de los ingredientes de la perseverancia oriental: la soledad del intérprete, la ruptura con su maestro jingju, sesiones de hasta siete horas de ensayo, la incredulidad del ambiente teatral de su país y el impulso de una figura clave, la creadora del Théâtre du Soleil, Ariane Mnouchkine, quien lo alentó a realizar su proyecto. El resultado: King Lear se estrenó en el año 2000 en el Teatro Odeón de París.

En esta versión, la clave contemporánea está en la búsqueda de identidad del protagonista, quien en un instante se quita las vestiduras para preguntarse quién es realmente. Dos años después de montarla, volvió a reunir a su compañía y llevan 15 años recorriendo el mundo con sus lecturas orientales de la tradición occidental.

UN AVE RARIS EN EL TEATRO

Gioia es una de esas palabras que cuesta traducir. Un vocablo italiano que refiere a un sentimiento hondo que conjuga la alegría inmensa con un barniz de dolor. Es el final de un buen viaje: éxtasis y melancolía; una euforia tan grande que al final solo puede quedar el vacío. La obra de Pippo Delbono (Italia, 1969), el más extremo de los dramaturgos de su país y una ave raris en cualquier continente en que se presente, se puede definir con esta palabra —gioia— que titula su más reciente obra: eufórica, bulliciosa, extrema, silenciosa, contemplativa; un torbellino que lleva al espectador a la incomodidad, la tristeza y el desamparo. Un reflejo del alma atormentada de su creador.

“Monté este espectáculo en un momento delicado, un tiempo de sufrimiento del que aún estoy saliendo, de ahí esa búsqueda de la alegría”. —Pippo Delbono

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Delbono se formó con leyendas como Pina Bausch, homenajeó a Pasolini, estudió los fundamentos del teatro oriental durante los años 80 e incluso tiene el título de ser el primer director en llevar una versión de Shakespeare montada fuera de los estándares clásicos a The Globe, el teatro construido en homenaje al mítico lugar donde el dramaturgo inglés presentaba sus obras en Londres. Pero en 1996, un hecho marcó su vida: después de ser diagnosticado como VIH positivo, sufrió una depresión que lo llevó a ser internado en una clínica psiquiátrica. Allí conoció a Vincenzo Cannavacciuolo, más conocido como Bobò, un hombre sordomudo y con hidrocefalia que llevaba hospitalizado 40 años.

Además de amigo entrañable, Cannavacciuolo se convirtió en la cabeza de una compañía a la que Delbono incorporó, en 1997, una troupe conformada por mendigos, refugiados, personas con discapacidad y trastornos mentales. Los mismos que vendrán a Chile a presentar La Gioia, y que en cada función recuerdan a Bobò, protagonista por casi un año de esta obra hasta antes de su muerte, en febrero de 2019.

En La Gioia, como una ceremonia de sanación, se desata una explosión floral (creada por Thierry Boutemy, el mismo de María Antonieta, de Sofia Coppola). “Monté este espectáculo en un momento delicado, un tiempo de sufrimiento del que aún estoy saliendo, de ahí esa búsqueda de la alegría”, dijo a El País de España. Una alegría con tristeza como mar de fondo.

DOLOR Y GLORIA

Carlos Acosta (Cuba, 1973) pasó de ser el único artista en un ambiente pendenciero a uno que que triunfó en un espacio dominado por el machismo. En un extremo estaba su vida en Los Pinos, un barrio marginal de La Habana; en el otro, el Royal Ballet de Londres, donde fue el primer intérprete afrodescendiente en llevar a escena los roles más clásicos del ballet, reservados hasta ese momento solo a bailarines blancos. Al medio estaba su padre, quien le negó sus ansias de dedicarse al fútbol para inscribirlo en una academia de ballet, convencido de que era la única forma de que su hijo saliera adelante.

“Del dolor sale el genio. El castillo no te enseña nada, pero el desierto sí, y a mí me tocó el desierto”. —Carlos Acosta

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La danza, quizá, fue la disciplina que mejor tradujo el dolor (de rebelarse y frustrarse, de buscar compañía y crecer solo) en belleza: “Es una paradoja, porque del dolor sale el genio. El castillo no te enseña nada, pero el desierto sí, y a mí me tocó el desierto. No le deseo a nadie ese sufrimiento, esa sensación de soledad, pero es que ese sufrimiento al mismo tiempo es lo que me dio la rabia y la pasión”, dijo en ocasión del estreno de Yuli, la película basada en Sin mirar atrás, su autobiografía estrenada en 2019.

Parece el guión de una película hollywoodense, ambientada en una isla cercada y pobre, sobre un niño que llega, a su pesar, a ser el mejor bailarín del mundo. Uno que ahora, a través de su compañía Acosta Danza —con quien se presentará en Chile— incentiva a otros niños cubanos a que sigan su mismo camino de superación. Pero en esta historia no hay finales edulcorados. Hay entrega y belleza, poesía en movimiento.


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