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Una Ópera del fracaso


Una Ópera del fracaso

Este texto fue creado en el Taller de Crítica a cargo de Javier Ibacache, el cual forma parte de las actividades de LAB Escénico de Teatro Hoy 2017. Por esto mismo, los comentarios que aparecen a continuación son de exclusiva responsabilidad de su autor, y no corresponden necesariamente a la opinión de Fundación Teatro a Mil.

Por Gonzalo Maruri

La obra de teatro Ópera dirigida por Ana Ormazábal y presentada por el colectivo multidisciplinar ANTIMÉTODO se re-estrenó en la Sala Agustín Siré con motivo del Ciclo Teatro Hoy de la Fundación Teatro a Mil.

Opera, de Ana Luz Ormazábal, comienza con el ingreso de los espectadores a un gran espacio lleno de humo, de cuyo techo cuelgan nueve maniquíes que ocupan vestimentas muy estilizadas. No hay asientos, por lo que el público se ve conminado a recorrer el espacio. Luego de esto se suceden cuatro momentos que son los que componen la obra.

El primero inicia sin previo aviso. Los actores aparecen gritando desde un rincón, tratando de llamar nuestra atención. Son los sucesores de la compañía italiana Pantanelli, que luego de 100 años vuelven al país para intentar representar la ópera Lautaro, escrita por Eliodoro Ortiz de Zárate. Cada uno, en una especie de lobby, nos explica qué rol tendrá en la ópera.

Después de esto, el grupo comienza a realizar cuadros con sus cuerpos, emulando una cierta épica acompañada con tibios sonidos vocales. El espectador en este momento debe seguir los movimientos de los actores que se desplazan por todo el espacio.

El tercer momento es ya la ópera misma, interpretada en italiano y subtitulada al español. Finalmente, detrás del público aparece una actriz en el rol de Isidora Zegers, quien luego de un altercado con los miembros de la compañía Pantanelli (que se desarrolla en un mapudungun inentendible) invita al público a sellar la noche con un vals, del que actores y espectadores terminan siendo parte.

La apuesta de la obra es arriesgada, pues pone en práctica un ejercicio crítico a nivel teatral en el que el espectador no sólo no es guiado a través de un relato, sino que debe tomar decisiones frente a la experiencia que está viviendo para poder hacerse parte de ella. En este sentido, Ópera se nos presenta como una suma de fragmentos que más que atraer la atención del espectador, tiende a perderla y, en consecuencia, perderlo a él.

Existe una mezcla de códigos, dispositivos y lenguajes que con gran facilidad disipan la atención de lo que se está observando porque no resulta del todo claro qué es lo que nos quiere proponer el montaje en general. Sin mencionar que los códigos del lenguaje operático no siempre están al alcance de todos los espectadores.

De esta forma, la puesta colinda con ciertas operaciones que podemos ver en el teatro callejero, donde es el espectador quien debe sumarse a las escenas y, a partir de aquí, hacer una lectura de la obra misma. No obstante, el teatro callejero corre con una ventaja y es que siempre existe un relato, ya que incluso en el simple acto de realizar una procesión o caminata por la calle, existe una historia que tiene un inicio, desarrollo y un final y que puede ser interpretada por el espectador desde su corporalidad, sin mayor esfuerzo emocional o racional.

Por el contrario, Ópera posee tal nivel de fragmentación y sofisticación que el relato mayor (o la propuesta mayor) que le da sustento a todas las escenas, termina por despilfarrarse en un juego escénico que trabaja al límite con el interés del espectador. Si bien este ejercicio es realizado con una clara intención de abordar distintas inquietudes teatrales, persiste la pregunta acerca de cuál es el planteamiento medular que está puesto en juego. De lo anterior se entiende que la mayoría de las personas que asistieron a la función sean actores o personas relacionadas a los intérpretes de la obra, pues ya existe un conocimiento previo sobre ciertos lenguajes teatrales que pretenden ser cuestionados a partir de este espectáculo. Y todas estas apreciaciones adquieren un asidero cuando en el conversatorio posterior a la presentación, la directora plantea esta misma como un trabajo más bien investigativo en relación a la creación teatral, es decir, lleno de preguntas aún sin resolver.

Quizás es el momento preciso para que dentro de esas inquietudes teatrales aparezca aquella que tenga que ver con el espectador dentro de la obra para que no quede la sensación de que Ópera es sólo un ejercicio de autocomplacencia teatral, pues el hecho de que el espectador tenga que moverse por el espacio para seguir la acción, o sea interpelado directamente por los actores, o reciba una copa de champaña real, o sea invitado a bailar en una gran fiesta final, no son garantías de que el público realmente esté participando de la obra o se sienta parte de un relato que contenga una serie de preguntas, pues es difícil participar de algo si no sabemos muy bien a qué estamos asistiendo. Así, la frase de Andrés Pérez resuena con gran intensidad: hay que hacer la obra para el más inteligente, pero también para el que menos sabe.

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