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Tomás Henríquez: “El teatro es una caja de resonancias de lo que le pasa a una sociedad”


Tomás Henríquez: “El teatro es una caja de resonancias de lo que le pasa a una sociedad”

Tiene 26 años y ya ha hecho de actor, director, dramaturgo, performista e investigador de culturales visuales. Tomás Henríquez estrena ahora un nuevo montaje como parte del ciclo Teatro Hoy: El Cieno, dirigido por Nathalia Galgani donde actúa y trabaja la dramaturgia en conjunto con la directora, “un proceso a sobresaltos. Lleno de sucesos inesperados”, pero donde “por suerte, las decisiones han sido las correctas”, afirma.

Por Catalina González Salazar

“Los cruces entre la puesta en escena y el texto emergen todo el tiempo, pues se trata de un texto hecho casi en su totalidad desde la escena”, asegura Tomás en la previa al estreno de El Cieno en Teatro del Puente y que estará en cartelera del 10 al 21 de junio. Después de Machote futbolero (2009), Ochagavía (2011), Las tentaciones de San Antonio (2011) -obra con la que ganó la XV Muestra de Dramaturgia Nacional-, La mujer metralleta (2012) y Minero 34 (2014), su nuevo trabajo “invita a vincularse con los propios relatos que uno posee de su propia infancia”, ofreciendo una experiencia “atractiva porque construye una atmósfera a ratos siniestra y a ratos llena de ternura”.

En esta entrevista revisa su proceso escritural, analiza el teatro chileno, la ficción como plataforma de pensamiento, y se cuestiona la construcción de familia y de infancia en la sociedad actual.

¿De dónde vino la motivación por dedicarte a la dramaturgia y al teatro?

De chico leí a narradores y poetas de los que me enamoré quizás sin darme cuenta. Escribía cuentos, jugaba a la pelota, iba mucho al cine. Me enamoré de muchas personas a las que admiraba incluso sin conocerlas. Hice obras de teatro en el colegio que me sirvieron para materializar esas ganas con las que uno crece. Lo disfrutaba, y sin embargo no tenía muy claro porqué. Pero no conocí la dramaturgia sino hasta tiempo después. A veces pienso que cuando uno se enamora de un texto piensa en personas. Y también viceversa. El teatro y la escritura nunca fue una obligación. Siempre fue una extraña excusa de hacer algo que no le sirviera a nadie y al mismo tiempo fuera un placer. Crecí odiando la idea de terminar encerrado en una oficina odiando el mundo y sin tiempo para nada. No quería eso. Para mí la idea siempre ha sido vivir tranquilo, disfrutando lo que uno hace pero sin patrón ni policía.

¿Qué temáticas te apasionan a la hora de escribir una obra?

Hace tiempo un amigo me dijo, ‘tú nunca escribes sobre el amor’. Y como a uno le gusta llevar la contra empecé a hacerlo. Quizás con timidez, quizás con el pecho apretado por no saber cómo se hace. Susan Sontag decía que a uno le cuesta escribir sobre el amor porque no quiere verse reflejado en el papel. Porque en ese momento es uno el más expuesto, quizás en aquellos espacios de afecto en los que necesita sentirse más resguardado. Y puede ser. Uno se apasiona por muchas cosas. Escribo de varios temas y trato de no restringirme. Hay que ser obstinado y a veces, incluso hasta metódico. El asunto siempre son las formas. Quizás se trate de descubrir qué procedimiento escritural necesita cada proceso, cada obra demanda una exigencia formal distinta. Y me gusta probar distintos modos de producción dramatúrgica. Ponerse (en) problemas. Uno aprende mucho trabajando en la escena. Con el equipo de actores y diseñadores. Aprende a mirar. A decir. A maldecir. A corregir lo que a veces uno frente a la página en blanco simplemente no pudo lograr. No tengo rollo con eso. De hecho, a veces es muy necesario. Uno es dramaturgo, no mago.

¿Cómo ves el teatro chileno contemporáneo?

Me molesta la idea de “lo contemporáneo”, cuando se piensa como un valor supuestamente indiscutible de una obra que progresa sin sobresaltos en línea recta hacia un futuro, consumando en su propio proceso de auto-conciencia la potestad del campo debido a su maravillosa innovación formal, discursiva o lo que venga. Para mí eso es una mentira. Las vanguardias no inventaron nada. Incluso gente mediocre a veces hace muy buenas obras. Y la mayoría de las grandes obras maestras son recocidos de otras obras. De alguna manera lo que todos hacemos es contemporáneo y buena onda con eso. El teatro chileno tiene un mapa extraño. Está lleno de anacronismos y cruces a veces inentendibles. Pero es bueno que se produzca. Y es necesario discutirlo. No hay un manual de cómo se hace y si lo hubiera habría que quemarlo. Porque el teatro es una caja de resonancias de lo que le pasa a una sociedad. Y ojalá pasaran más cosas. Ojalá hubieran más cruces. Cuando se produce por obligación es una lata y se nota. Pero cuando se produce por una necesidad vital de querer destruirlo todo, se agradece aún más y eso conmueve.

¿Cuál ha sido tu experiencia más conmovedora en el teatro?

No sé si lo podría describir con palabras. Que algo te conmueva es tan necesario como impredecible. De lo que hablo es de los riesgos que se toman. Cuando uno percibe que el ejercicio teatral es peligroso, y se torna no solo un gesto artístico, sino que un acto político, uno lo nota y lo agradece. Porque uno busca más cosas. Uno busca el desgarro de no saber dónde estás parado. Uno busca esa oscuridad que solo a veces se torna lucidez. Y en eso se nos va la vida. He visto muy buenas obras y he salido de salas repletas o incluso vacías, con una sensación indescriptible. Sensaciones parecidas al dolor, a la repugnancia, al aburrimiento, a la excitación, al odio, y todos los entremedios posibles. Pero no sé cómo expresarlo. O más bien, me niego si quiera a intentarlo, quizás porque a veces lo siento profundamente inútil. La escena como experiencia colectiva e individual es inenarrable.

En una entrevista con interdram señalaste que no se le daba “valor al texto como cuerpo de trabajo”, con poco registro, archivo y circulación. ¿Sigues haciendo esa evaluación? ¿Cómo ves la dramaturgia actual?

Hay cosas de dramaturgia hoy que me gustan. Otras que me aburren un montón. Quizás por eso uno escribe. Lo que viene después siempre son preguntas. Publicar, puede ser. Es cada vez más difícil pero es necesario. Por eso la muerte del soporte libro es un proceso lento y terrible. Ante la invasión de los nuevos medios y la emergencia del registro uno perfectamente podría decir que, si ya el teatro, ese acontecimiento que ocurre una vez en un solo lugar, que se esfuma una vez terminado, es una experiencia que hoy nos parece casi medieval, más poco sensato aún será publicarlo. Pero uno se resiste. E inventa juegos y amistades. Intercambia textos, fotocopias, manda mails y hace circular, mientras se pueda, lo que tiene en la mano. No se trata de hacer teoría porque sí. Pienso que a veces cuando uno no sabe, y quiere saber, bien hace falta instancias que te permitan implicarse para conocer metodologías, procesos y formas de trabajo. Hay tanto miedo a perderse, a equivocarse, a hacer el ridículo, a pasar vergüenzas, a no decir lo políticamente correcto, que poco o nada riesgo hay en las obras que llenan las salas.

Me gusta la teoría, pero no pretendo hacerla. Si la reviso, a veces de lejos, a veces con más interés. He esbozado ideas. Tengo pulsiones escriturales que revisito con cierta frecuencia y que me permiten ordenar lo que uno observa, piensa, y siente. Me gusta la ficción como soporte de pensamiento, me gusta mucho porque es una plataforma que te permite levantar teorías de cualquier tipo. Porque toda teoría o construcción de pensamiento es ante todo una ficción. No hay cuerpo sin ficción. Y es bonito pensar eso, que se puede inventar de todo. El teatro es una gran mentira y te permite decir idioteces de cualquier magnitud. El problema, por suerte, siempre será la forma.

¿Por qué hablar sobre la infancia en El Cieno?

Varias cosas. La infancia es un momento de la vida muy loco. La magnitud de las experiencias, la intensidad de los afectos, el tamaño de las cosas. Todo tiene otras dimensiones. Y uno es tan vulnerable como peligroso. Muchos niños juegan a matar, y a veces hasta se matan de verdad, sin darse cuenta de esa fundamental diferencia que nos dice que todo juego es un acuerdo y se separa de la realidad mediante reglas. Los niños tienen otra ética, otro sentido del deber, otra forma de percibir. Y todo eso lentamente se va normando en virtud de la ideología de turno que media nuestra relación con lo sensible.

Y también está la familia. La familia es una construcción perversa. Es sin duda, la peor institución que esta sociedad ha generado. En ningún otro lado hay más actos de violencia, abuso, corrupción, mentira e hipocresía que en el seno mismo de la familia. Eso es un hecho. Y lo peor es que se le atribuye ser el gran pilar de la sociedad fundada en esa desmedida esperanza en el futuro. Un futuro nunca ingenuo, sino sumido en esa gran angustia del capital. Para mucha gente los niños son sus pequeñas inversiones a largo plazo. Inversiones para aumentar el patrimonio simbólico y financiero de la familia. Así, crían pequeñas bombas de tiempo. Gente que crece con enormes expectativas, que reproduce toda norma social, y que repite las mismas trabas y frustraciones con las que fueron criados. Hablar de la infancia es también cuestionar el cómo se ordenan las piezas de un sistema.

¿Cuál es la esencia de la obra?

Me gusta decir que El cieno habla principalmente de la materialidad de los cuerpos, de las condiciones de su disciplinamiento y cómo dicha construcción es también una práctica marcadamente ideológica. Pero también siento que dar esa definición es paja molida. La simpleza de la obra la hace transversal y por ende muchísimo más poderosa. La ficción nos muestra niños prematuramente adoloridos que están solos. Sus padres están en una fiesta y presumen que sus hijos duermen tranquilos. Pero no. Los niños son terribles. Incluso cuando quieren, los niños son capaces de hacer mucho daño.

¿Qué esperas provocar en el público con el montaje y tu dramaturgia?

Para mí El cieno es una incertidumbre. Y eso de alguna manera es inquietante. Quizás porque no sé qué significa provocar. O más bien, no creo que haya un público ideal. Esa idea del “lector modelo”, a quién uno le esté hablando directamente y necesite su aprobación o rechazo. Creer que el público es una pasiva masa receptora de contenidos que uno le administre es ridículo. Me gusta más pensar que la gente percibe desde lugares tan irregulares y poco reconocibles que se vuelva un misterio cómo se recibe la obra. Uno intuye la recepción del público. Pero no la sabe con certeza. Mucho menos uno anda evangelizando ni convirtiendo infieles. Y me gusta cuando alguien ve la obra y te dice justamente aquello que tú nunca esperaste. Ese momento es revelador.

Foto: Fundación Teatro a Mil.
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